Una historia real.
El día ocho de Junio del año
dos mil nueve se apagó la vida de alguien que no se mereció el olvido de
quienes la olvidaron. Quizás tampoco se merezca que le recuerden ni por qué, ni
quienes se olvidaron de ella. Aún así, valdrá la pena recordar a quienes la
condenaron a morir que hoy se les gira el cruel recibo de asumir la
responsabilidad de saber que una vida es más que un número o un simple
expediente. Más grato aún resultaría que los nombres y apellidos de quienes
fueron responsables carguen con la penitencia de saber que erraron y que sobre
sus conciencias pesa la condena de saberlo.
Me bastará con saber que lo
sabéis.
Con la obligada frialdad con
la que cierro un asunto que jamás debí llevar, no puedo, por mucho que lo
intente, contener esa amarga rabia que da el saber que la razón nos asistía y
que, aún reconocida y estimada por quien debió evitar lo evitable, ahora, quien
no debió sufrirla ya no está entre nosotros.
Ana, que así se llamaba,
vivió lo que la dejaron vivir. Aun no siendo mucho lo vivido, fue lo suficiente
para que unos pocos llegásemos a conocer que la vida, aún efímera, tiene ese
algo más que ella supo encontrar. Su legado, será saber que su muerte ha
servido para que los hijos de otras madres disfruten del cariño que los tuyos
recibirán de nosotros en tu ausencia.
Ana, que así se llamaba la
protagonista de esta historia, sufrió la cruel desgracia de afrontar un cáncer
cuando apenas había empezado a disfrutar de sus hijos.
Ana, tuvo la desgracia de
dejar de llamarse Ana para convertirse en un instante, en una simple cifra, en
un número, en un ratio, en un porcentaje, en una paciente más a la que le
hurtaron su nombre y su vida. Sólo quienes lo han vivido, saben lo que
significa convertirse de la noche a la mañana en un fría estadística más. Sólo
los que lo han sufrido y quienes hoy lo sufren saben cómo es vivir la angustia
de un mañana más.
Ana embarcó el 18 de
diciembre de 2007 en un viaje sin retorno condenada por un sistema que no supo,
no pudo y no quiso asistir a quien peregrinando en los vericuetos de la
negligencia y la osadía se enfrentó en silencio contra un destino escrito por
aquellos que debieron escribir un final distinto.
A Ana dejaron de llamarla por
su nombre para convertirla en unas siglas, en el expediente 545, en un caso más
de carcinoma de mama. A Ana le hurtaron sus apellidos por los de mastectomía y
carcinomatosis meníngea para finalmente, el 8 de Junio de 2009 convertirla en un
Exitus Letalis.
Sus hijos nunca dejaron de
llamarla mamá y aún hoy siguen preguntando porqué se fue. Tampoco pueden entender
el significado de la lex artis o el de la antijuridicidad de las conductas y aún
menos el concepto del silencio administrativo. Les resulta difícil entender
porqué a su mamá no la atendieron y porqué no ha vuelto más.
El legado de Ana quizás haya
sido convertir los protocolos médicos que la condenaron a morir, en una unidad
rápida que hoy contempla como objetivo
la coordinación asistencial, la reducción de los intervalos entre el diagnóstico y el tratamiento, la reducción de las diferentes etapas de
un tratamiento oncológico, la prestación de una atención efectiva y segura que abarque todos los
aspectos asistenciales necesarios y el mantenimiento de una continuidad en los cuidados.
Hoy, la coordinación de actividades oncológicas y el control de calidad se
realizan a través de Comisiones en las que participan diferentes médicos especialistas
y otros profesionales implicados en la Oncología en coordinación con Atención
primaria.
Lamentablemente, la inoperancia de la administración ha necesitado las vidas
de personas como Ana para dar una respuesta a los hijos que sólo saben
que un día mamá se marchó en silencio y jamás volvió, pero siguen llamándola Mamá.
A personas como Manuel,
Susana, Raúl, Hadrián, Diego, Patricia y Paula, les queda el consuelo de haber
conocido a una gran persona que aún ausente, sigue presente a través de su
legado. Gracias a los que habéis sabido estar ahí, a nuestro lado.
En
homenaje a Ana María Merelles Pérez, mi hermana. Hasta siempre.